Para enseñar a leer y escribir se utilizaban unos libros llamados “silabarios”, un listado de casi todas las sílabas posibles en idioma castellano que los alumnos memorizaban, repetían una y otra vez y de poco podían ir leyendo y escribiendo. Recién después de dominar los silabarios, los alumnos pasaban a los libros de lectura.
En aquellos años, no todos tenían permitido acceder a la lectura y la escritura. Los mulatos, los gauchos, los negros, los indígenas y las mujeres no tenían ese derecho. En Catamarca, según relata un cronista de la época, se descubre que el mulato Ambrosio Millicay sabía leer y escribir y se lo castiga con azotes en la plaza pública.
En 1810 se publicó la Cartilla o Silabario para uso de las escuelas, impreso por el independentista chileno Manuel José Gandarillas en Buenos Aires.
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